miércoles, 28 de octubre de 2009

melia azedarach

Los que saben verdaderamente sobre las veredas, los que se ponen a pensar sobre ellas y tienden los cerebros al sol sobre la calle conocen lo que sucede bajo el paraíso. Una ciudad de sobrepuestos restos se va gestando, una enormidad de pequeñeces que se pudren o se secan o ruedan y se escapan de la lluvia. Era de verano y el paraíso agradecía el barrido de los hijos que calentaban sus pies, el vapor nos llamaba al juego y al tiempo. ¿Por qué digo era verano? Siempre fue verano ahí, siempre hubo que regar y barrer, siempre hubo que precipitarse a las siete. ¿Y la primavera? Es que ya habíamos florecido cuando lo vi la última vez, habíamos florecido y dado frutos varias veces, y nos habían podado el hombro grande, pero ahí había un pedazo de árbol aun. ¿Y el invierno? Nada contra él, nada en contra de sus fauces exhalantes. El árbol seguía creciendo por debajo, rompiendo la vereda, sobreviviendo. Los folíolos ovales, acuminados, antes de color verde oscuro por el haz y más claro en el envés, ahora amarillean y caen, es que todo se confunde y al final estamos a comienzos del otoño.

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